viernes, 8 de febrero de 2013

Turismo



Fui el turista de la tierra más bella. No de ninguna de esas ciudades que salen en las guías turísticas. Quizás sea por eso que me enamoré de esos paisajes, será por aquello de que lo único engancha, de que lo que pocos pueden tener acaba siendo de los mayores tesoros.

Yo supe perderme entre sus montículos, dos colinas que nunca superarán la majestuosidad del Everest u otros gigantes pero que albergaban mayores encantos. Su valle era el más bonito, no corría río ni agua, no había vegetación ni fauna, tan solo mis ganas de perderme.

Como todo paisaje, tenía esos rincones con encanto, de esos en los que te gustaría perderte para toda la vida. En los que lo único que puedes hacer es sentarte, mirar, disfrutar y grabar en tu memoria.

En lo más alto de la llanura lucía el sol. Probablemente nunca encuentre un sol que abrigue más que aquel. Ni en Andalucía vi algo tan brillante en un cielo. En el desierto de su frente sólo había vida cuando lo labios lo besaban dando belleza a lo inhabitado.

Un turista que supo perderse en la piel de lo más bonito que pisó su cama, un turista que jamás vio nada que le hiciese sombra, un turista que, sin vaciar su bolsillo, llenó su mente de la impagable belleza. Por eso entendió aquello de "no me hablen de paisajes si no han visto su cuerpo" porque paseando por aquel valle, aquellas colinas y desierto supo que jamás podría encontrar esos rincones en ninguna ciudad. Había visto Venecia, Roma, Siena, Córdoba y sus atardeceres y entonces entendió que el mejor paisaje para cualquier turista es el cuerpo de la mujer a la que ama. Comprendió que ningún monumento, por majestuoso que sea, hará sombra al placer de contemplar a una mujer desnuda para él, al poder pasear sus besos por toda su geografía, sus dedos por cada pliegue de piel.

Por eso si algún día me preguntan que ciudad es la mejor para perderse contestaré sin dudar "el cuerpo de una mujer".

ASL

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